Siempre he dicho que la publicidad es una de las más importantes formas incruentas de poder; es decir que no precisa del derramamiento de sangre.
El poder de la publicidad es lo que atrae a muchas personas, no solo a ejercerla sino a estudiarla como fenómeno. Visto sencillamente, cuando una compradora, que puede ser un ama de casa, se acerca a una góndola de supermercado abarrotada de diferentes marcas de champú, cada una con sus respectivas variedades y elige un frasco, por lo general lo hace porque la publicidad se lo dijo: “¡Esa es la marca que TE conviene!”.
Para lograr la elección no se ha ejercido coerción alguna; simplemente la publicidad hizo su trabajo informando y atrayendo: volvió deseable a un producto que cubre una necesidad latente en esa compradora.
Así sucede con prácticamente todo lo que se publicita bien.
Ahora, el poder que demuestra la publicidad debe estar seguido por el cumplimiento de las promesas que el producto hace a través de esta: las expectativas del consumidor deben ser satisfechas. Esto hace que sea crucial que estén parejos la atracción y el convencimiento iniciales con los resultados que se esperan. Si el producto, por alguna razón no cumple lo ofrecido, el tema se vuelve inmediatamente en contra y en lugar de un nuevo consumidor satisfecho y fiel, tendremos a un enemigo que se encargará, primero de no comprar más el producto y buscar sustitutos (competencia) y que en segundo y peligrosísimo lugar esparcirá su experiencia negativa a otros posibles consumidores, alejándolos y haciendo que el producto pierda…
Las sobre-promesas son nefastas y el entusiasmo no puede llevar a exageraciones o hipérboles que luego van a ser incumplidas, precisamente por exageradas.
La publicidad es poderosa, pero el poder, siempre, debe ejercerse con cuidado. Parece muy sencillo, pero hay que tenerlo siempre en cuenta.
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