A veces vemos en antiguas películas sobre el oeste norteamericano, que existe un vendedor de tónicos “curalotodo” que anuncia a gritos las bondades de su producto, ensalzándolo, frente a una multitud que embobada por su labia y discurso, se apresura a comprar, sin preguntar siquiera.
En algunas plazas de Lima y de provincias, se pueden ver a lo que se llama “vendedores de sebo de culebra”, que ofrecen su producto (pueden ser pastillas, extractos de plantas, animales en un brebaje alcohólico) a los peatones que forman un círculo y admirados “beben” literalmente las palabras plagadas de citas seudocientíficas y argumentos incomprobables pero contundentemente dichos, para comprar, convencidos de las bondades que lo comprado les otorgará.
A esas personas, desde siempre, se les ha llamado charlatanes y no tienen nada que ver con la publicidad actual, salvo que promocionan el producto que muestran. Son vendedores. Vendedores de sueños, “engañamuchachos”, gente que no tiene nada que ver con esta profesión, pero a la que se le suele dar el título de “publicitarios”.
Craso error y muchas veces interesada denominación que busca hacer descender al piso la labor del publicitario. Es cierto que en publicidad no todo lo que brilla es oro, pero no podemos meter en un mismo saco a unos y otros.
Es muy importante tener esto presente y en cuenta cuando se hace publicidad. La publicidad no engatusa, no engaña. No es lo que hace y quien diga lo contrario es un vendedor de sebo de culebra.
Manolo Echegaray.
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