Es el título de un antiguo concurso radial de preguntas y respuestas y a la vez es una verdad aplastante. Aunque alguien diga que los libros de una biblioteca ocupan mucho espacio y que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española tiene varios tomos y es muy pesado, nuestro cerebro es capaz de almacenar cantidades infinitas de saber y solo pesa un kilo doscientos a un kilo setecientos. De 50 a 100 mil millones de neuronas en el cerebro humano hacen sinapsis y procesan lo que recibimos a través de los sentidos, lo relacionan, combinan y almacenan. Todo un mundo de actividad y saber en un pequeño espacio. Un mundo que está en constante actualización y crecimiento… ¡sin ocupar casi nada de lugar!
Por eso me entristece ver que en reportajes de televisión algunos jóvenes universitarios (que se supone que tienen más frescos los “saberes”) demuestran con sus respuestas que lo que no tienen es la menor idea.
¿Es este un síntoma de enfermedad? Sí y me parece que el de una enfermedad grave que se disfraza y se llama IGNORANCIA.
Se disfraza de bromas, de tumulto y desdén. Se disfraza de todo aquello que brille por brillar, no porque sea oro reluciente. Se disfraza para hacernos creer que no hay que saber sino que hay que hacer, en una hiperactividad que en el fondo no conduce a nada y está vacía.
Usamos más las manos que el cerebro y después nos quejamos; creemos que todo ocurre porque sí y lo que pasa es que tenemos la azotea vacía.
La torpe y primaria imitación del cerebro (de algunas de sus funciones) que es la computadora, es finita. Su memoria hay que ampliarla y si queremos “guardar información”, por más comprimida que esté, ocupará un lugar que crece conforme aumente el volumen informático y de datos.
El cerebro en cambio está allí, trabajando; esperando un input que a veces le negamos, porque no queremos “cargarlo de datos innecesarios”. Pregunto, ¿quiénes somos para juzgar y decidirlo?
Manolo Echegaray.
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