Cuando el IPP quedaba en la casa primigenia del Bosque, dictaba al principio clases en el segundo piso, en un aula que miraba al jardín interior. Había un árbol que extendía sus ramas hacia la ventana. Era la época de la telenovela “Carmín” y algunas de las alumnas se sentían la heroína de la teleserie, usando sombreritos “ad-hoc” y adoptando poses de personalidad televisiva.
Enseñar publicidad era una cosa nueva para mí, aunque ya llevaba casi 15 años de ejercer la profesión.
Era nuevo y gratificante porque veía en mis alumnos ganas de aprender, necesidad de saber.
Era nuevo y estimulante porque había que encontrar respuestas valederas a preguntas curiosas.
Era un mundo nuevo, que empezaba, con nosotros como guías de esa expedición maravillosa, de esa aventura que hoy es un IPP maduro y asentado.
Eran los prolegómenos, el tanteo para mí, de lo que iba a ser el curso de creatividad y cada clase significaba búsqueda, ordenamiento de ideas, alineación de temas. Cada clase era (como lo han sido siempre las clases que dicté) cuidadosamente preparada y a veces –en solitario, por supuesto- ensayada.
Creía estar preparado para todo lo que me preguntaran, las situaciones raras que se dieran y en general, lo que fuera viniendo.
Un buen día, más o menos temprano al empezar la clase, estaba pasando lista o acababa de hacerlo y empezaba, cuando de pronto, por la ventana, la que daba al jardín apareció un alumno, que trataba de entrar: había llegado un poco tarde, subido por el árbol y buscaba entrar… ¡por la ventana! Estábamos, ya lo dije, en el segundo piso y él encontraba natural decir presente aunque sin subir, como todos, por la escalera.
No recuerdo si suspendimos la clase, pero lo que sí sé es que él nunca más regresó. Yo no salía de mi asombro y sus hasta entonces compañeros no sabían si reírse o qué cosa hacer. Bueno, yo estaba preparado para casi todo, menos para un alumno arborícola y “pasado de vueltas”.
Dejar un comentario