Cuando recuerdo la cara de desconsuelo del redactor que me había mostrado su texto y al que yo le había dicho que no me parecía que debía ser así, recuerdo también que fue una de las veces que lamenté tener razón.
Lamenté tenerla, porque él se había esforzado por construir un texto que rehízo muchas veces, escribiendo y escribiendo. Al final, a mí, quien tenía que dar su veredicto, no me parecía y todo el trabajo realizado se iba al agua. Igualmente viene a mi memoria lo que le dije, sobre que agradecía sus esfuerzos y que me hubiera parecido muy bueno que el texto sirviera, pero no era así. Le pedí disculpas y quedamos en verlo nuevamente después.
Unos días más tarde, cuando lo volvió a presentar, le hice unas correcciones mínimas y le dije que ahora sí era lo que se necesitaba, se me quedó mirando y me dijo que nunca nadie le había dicho gracias al rechazarle un trabajo.
Ahora, como entonces, pensé que es una gran responsabilidad aprobar un texto. Algo que parece tan sencillo, encierra mucho más de lo que aparenta; nuestra decisión, dependiendo de cómo la comuniquemos puede producir efectos desastrosos o positivos. Hay que pensar que quien pide la aprobación de un texto o un boceto al director creativo de una agencia, está presentándole a su bebé y para ningún padre hay hijo feo. De allí la importancia de nuestra actitud para lograr no solamente un mejor trabajo, sino conseguir que este se realice en armonía.
Es muy fácil rechazar algo que no funciona, pero es muy difícil hacerlo de manera tal que no hiera la susceptibilidad del creador. Y es que el creativo publicitario no produce tuercas, tornillos o salchichas. Produce piezas únicas que deben ser analizadas y juzgadas con cuidado. Es parte de él lo que está presentando y considera que es lo mejor que puede ofrecer.
Hay que temer mucho tino para decir que no.
Manolo Echegaray.
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