Siempre voy a recordar los lunes por la mañana, porque ese día, temprano, nos reuníamos en McCann Erickson para
ver la semana que venía. Mi recuerdo es el de una época en la que más aprendí de publicidad, no solo porque hacía mis primeras armas en algo que era desconocido para mí, sino porque tenía sentados alrededor de la mesa del directorio a quienes eran mis maestros, que hablaban de algunas cosas que después iba a preguntarles qué significaban.
Los lunes por la mañana me sentía muy importante, con mi taza de café y en medio de lo que parecía un conciliábulo de iniciados, donde yo era el aprendiz que todo lo escuchaba, que todo lo anotaba y que no hablaba porque estaba ahí para aprender. El director creativo, que era mi primo Tato, me había dicho: “Tú cállate y mira”. Y eso hacía.
Leía en ese tiempo además, uno de los libros sobre publicidad que de veras me marcó, porque abrió puertas desconocidas para mí: “Memorias de un publicitario” de David Ogilvy.
Escuchaba y leía. También curioseaba los dos tomos de “Dibujo publicitario” de Llovera y Oltra porque todavía creía que el dibujo era mi camino (hasta que vi lo que hacían los directores de arte de la agencia y dije que mejor no). Leía, escuchaba y preguntaba.
Debo haber sido un verdadero incordio, pero después de cada reunión de los lunes, empezaba mi ronda de preguntas y obtenía un tesoro de respuestas que me sirvieron para ir construyendo esta carrera larga.
Nunca paró mi formación publicitaria y hoy, cuando me reúno con ex alumnos o amigos del negocio, siempre ando atento porque estoy seguro que algo nuevo voy a saber.
Los lunes “macanudos” por la mañana fueron una especie de escuela para mí: de esas donde la teoría es puesta en práctica y tiene consecuencias. De esas en las que todo lo que aprendes, te sirve. Y se me quedó el “tic”, porque sigo aprendiendo.
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